Mientras los grandes titulares se centran en megaproyectos y subastas multimillonarias, una transformación más íntima y profunda está tomando forma en pueblos y barrios de toda España. Son las comunidades energéticas, un movimiento que está redefiniendo no solo de dónde viene nuestra electricidad, sino quién la controla y quién se beneficia de ella.
En un valle de Asturias donde las nieblas matinales se mezclan con el humo de las chimeneas, un grupo de vecinos ha decidido tomar las riendas de su futuro energético. No son activistas con pancartas ni ingenieros con doctorados, sino agricultores, tenderos y jubilados que han unido sus tejados y sus ahorros para instalar paneles solares compartidos. Lo que comenzó como una conversación en el bar del pueblo se ha convertido en una pequeña central eléctrica que abastece a 40 hogares y reduce sus facturas en un 30%. Esta no es una anécdota aislada, sino la punta de un iceberg que está emergiendo en toda la geografía española.
El modelo es tan sencillo como revolucionario: varios consumidores se asocian para generar, gestionar y consumir su propia energía renovable. Comparten la inversión inicial, los beneficios económicos y, lo más importante, el poder de decisión. Mientras las grandes eléctricas hablan de transición energética en términos de gigavatios y porcentajes, estas comunidades miden su éxito en euros ahorrados en la factura de la luz y en toneladas de CO₂ que dejan de emitir.
Lo fascinante de este fenómeno es cómo está desafiando las estructuras tradicionales del sector. Durante décadas, la energía fluía en una sola dirección: de grandes centrales a consumidores pasivos. Ahora, ese flujo se está volviendo multidireccional. Los mismos tejados que antes solo recibían sol y lluvia se han convertido en pequeñas centrales eléctricas. Los vecinos que antes solo pagaban facturas ahora negocian con comercializadoras, gestionan excedentes y deciden cómo reinvertir sus beneficios.
En el País Vasco, una comunidad energética ha ido un paso más allá. No solo generan electricidad solar, sino que han instalado una pequeña hidroeléctrica en un arroyo que durante años solo sirvió para regar huertas. La combinación de ambas tecnologías les permite tener producción casi constante, independientemente de si brilla el sol o llueve. Han creado su propio mix energético a escala de barrio, algo que hasta hace poco solo estaba al alcance de las grandes empresas.
Los obstáculos, sin embargo, no son menores. La burocracia puede ser laberíntica, los trámites administrativos desalentadores y la financiación inicial un escollo para muchas familias. Aunque existen ayudas públicas y líneas de crédito específicas, el proceso sigue siendo más complicado de lo que debería. Expertos consultados coinciden en que simplificar la tramitación sería el mayor impulso que podría recibir este movimiento.
Pero más allá de los aspectos técnicos y económicos, hay algo más profundo en juego. Estas comunidades están recuperando algo que habíamos perdido: la soberanía energética. No en el sentido geopolítico del término, sino en el más cotidiano y tangible. Decidir de dónde viene la energía que enciende nuestras luces y calienta nuestra agua ya no es una abstracción reservada a ministros y consejos de administración. Es una decisión que se está tomando en asambleas de vecinos y reuniones de comunidad.
En Andalucía, una comunidad energética ha utilizado parte de sus beneficios para crear un fondo de ayuda para familias vulnerables. En Galicia, otra ha financiado la rehabilitación energética de viviendas de mayores. El círculo virtuoso se cierra: energía más barata genera ahorros, esos ahorros se reinvierten en mejorar la eficiencia energética, lo que a su vez reduce aún más el consumo y los costes.
El crecimiento es exponencial pero silencioso. Mientras los medios se centran en macroproyectos que aparecen y desaparecen de portadas, estas iniciativas crecen sin ruido, como micelio bajo la tierra. Según los últimos datos, España cuenta ya con más de 200 comunidades energéticas operativas y otras 300 en proceso de formación. No son números que impresionen en un gráfico de potencia instalada, pero representan algo quizás más importante: 200 decisiones colectivas de tomar el control.
Lo que comenzó como un movimiento casi testimonial está ganando masa crítica. Cooperativas agrícolas que añaden la energía a su catálogo de servicios, polígonos industriales que comparten infraestructuras, incluso bloques de pisos que transforman sus azoteas en pequeñas centrales eléctricas. El modelo se adapta a cada contexto, demostrando que no hay un tamaño único para la transición energética.
El verdadero impacto de estas comunidades quizás no se mida solo en megavatios hora producidos o toneladas de CO₂ evitadas. Su legado más duradero podría ser cultural: normalizar la idea de que la energía no es solo algo que compramos, sino algo que podemos crear, gestionar y compartir. En un mundo donde tantas decisiones nos son ajenas, recuperar el control sobre algo tan fundamental como la electricidad tiene un valor difícil de cuantificar pero imposible de ignorar.
Mientras escribo estas líneas, en algún pueblo de España un grupo de vecinos está reunido alrededor de una mesa, con planos desplegados y calculadoras en mano. No están diseñando la central eléctrica del futuro, sino construyendo la suya propia. Y en ese gesto aparentemente modesto hay más revolución que en muchos discursos grandilocuentes sobre el mañana energético.
La revolución silenciosa: cómo las comunidades energéticas están cambiando el mapa de España