En los campos de Castilla-La Mancha, donde antes solo crecían viñas y olivos, ahora florecen bosques de paneles solares que se extienden hasta donde alcanza la vista. En Galicia, los aerogeneradores han transformado las cumbres en paisajes de ciencia ficción. España avanza a marchas forzadas hacia su objetivo de 74% de electricidad renovable para 2030, pero pocos hablan del precio que están pagando las comunidades locales. Mientras las grandes empresas energéticas anuncian récords de producción limpia, en los pueblos se escuchan voces que cuestionan si esta transición es justa o simplemente estamos cambiando un modelo extractivo por otro.
El fenómeno tiene nombre: 'acaparamiento energético'. Grandes fondos de inversión internacionales están comprando terrenos a precios que los agricultores locales no pueden igualar. En Extremadura, donde se concentra el 40% de los proyectos fotovoltaicos de España, han surgido conflictos por el uso del suelo que recuerdan a las luchas por el agua en otras épocas. Los municipios reciben compensaciones, sí, pero muchos vecinos se preguntan si unos ingresos temporales valen la pérdida permanente de su paisaje y, en algunos casos, de su forma de vida.
La paradoja es palpable: estamos descarbonizando la economía mientras generamos nuevas desigualdades territoriales. Los proyectos se instalan donde la tierra es más barata y la oposición social menor, creando lo que algunos investigadores llaman 'zonas de sacrificio renovable'. Las comunidades más vulnerables, aquellas con mayores tasas de desempleo y envejecimiento, se ven tentadas por promesas de desarrollo que no siempre se materializan. Los puestos de trabajo durante la construcción son temporales, y el mantenimiento de las instalaciones requiere pocas manos.
Pero hay otra capa en esta historia que rara vez aparece en los comunicados de prensa: la crisis de materiales. Cada panel solar, cada pala de aerogenerador, requiere minerales como plata, cobre, litio y tierras raras cuya extracción tiene su propio coste ambiental y social. China controla el 80% del procesamiento de estos materiales, creando nuevas dependencias geopolíticas. La transición energética, en su afán por liberarnos de los combustibles fósiles, nos ata a cadenas de suministro igualmente problemáticas.
En este contexto, surgen alternativas que merecen atención. El modelo de comunidades energéticas, donde los ciudadanos son dueños y gestores de sus propias instalaciones renovables, gana terreno lentamente. En el País Vasco, la cooperativa GoiEner demuestra que es posible generar energía limpia manteniendo el control local y repartiendo beneficios entre los socios. En Cataluña, Som Energia ha creado una red de más de 80.000 personas que consumen y producen electricidad renovable. Estos proyectos pequeños no aparecen en los titulares, pero representan una visión distinta de la transición: más lenta, más descentralizada, y quizás más justa.
La regulación, sin embargo, sigue favoreciendo a los grandes actores. Los trámites para una instalación comunitaria son tan complejos como para un macroproyecto, pero sin los equipos jurídicos y técnicos de las multinacionales. Mientras, el gobierno aprueba ayudas millonarias para hidrógeno verde y almacenamiento a gran escala, tecnologías que, de nuevo, beneficiarán principalmente a las empresas con músculo financiero. La pregunta que flota en el aire es si estamos construyendo un sistema energético más democrático o simplemente sustituyendo a los señores del petróleo por los señores de las renovables.
En el medio rural, algunos han encontrado formas creativas de resistir. En Aragón, varios municipios han desarrollado ordenanzas municipales que exigen a los promotores garantías de creación de empleo local permanente. En Andalucía, cooperativas agrícolas están integrando paneles solares en sus cultivos, creando lo que se conoce como 'agrovoltaica': las plantas crecen a la sombra de los paneles, que a su vez producen electricidad. Son soluciones imperfectas, pero apuntan a un principio fundamental: la transición debe servir a las personas, no al revés.
El camino hacia un sistema energético limpio está lleno de contradicciones. Necesitamos despliegue masivo de renovables para frenar el cambio climático, pero ese despliegue no puede convertirse en una nueva forma de colonialismo interno. La velocidad importa, pero la justicia importa más. Quizás el mayor reto de esta década no sea técnico, sino político: cómo construir un consenso social amplio alrededor de una transición que reparta tanto las cargas como los beneficios. Porque al final, no habrá energía limpia en un mundo sucio de desigualdades.
El lado oscuro de las renovables: cuando la transición energética deja cicatrices en el territorio