En los pasillos de las plantas industriales y en los despachos de los ministerios de energía de medio mundo, se repite un nombre que suena a futuro pero que ya está aquí: hidrógeno verde. Mientras los titulares se llenan de paneles solares y molinos eólicos, una revolución silenciosa se está gestando en laboratorios y proyectos piloto que podrían redefinir cómo entendemos la energía en la próxima década.
Lo que hace especial al hidrógeno verde no es solo su capacidad para almacenar energía renovable, sino su versatilidad para descarbonizar sectores que parecían imposibles. Imaginen camiones de mercancías cruzando Europa sin emitir una sola partícula de CO2, o fábricas de cemento y acero funcionando con el mismo elemento que compone el agua. Esta no es ciencia ficción: en el norte de España, ya hay proyectos que están haciendo realidad lo que hasta hace poco era solo un diagrama en una pizarra.
El verdadero desafío no es técnico, sino económico. Producir hidrógeno verde sigue siendo considerablemente más caro que el hidrógeno gris obtenido de combustibles fósiles. Pero la curva de aprendizaje es vertiginosa: los costes de los electrolizadores han caído un 40% en los últimos cinco años, y se espera que sigan bajando a medida que aumente la escala de producción. La pregunta que se hacen los analistas no es si será competitivo, sino cuándo.
Mientras tanto, una carrera geopolítica se está desarrollando bajo el radar. Países como Chile, con su desierto de Atacama y su potencial solar infinito, se posicionan como futuros exportadores de energía en forma de hidrógeno. Marruecos mira hacia Europa con sus planes de convertirse en hub energético. Y en la Unión Europea, el plan REPowerEU ha puesto el hidrógeno verde en el centro de la estrategia para independizarse del gas ruso.
Lo fascinante es cómo esta tecnología está creando alianzas improbables. Las grandes petroleras, que durante décadas han sido el símbolo de los combustibles fósiles, están invirtiendo miles de millones en hidrógeno verde. Al mismo tiempo, startups con nombres que suenan a laboratorio universitario están desarrollando electrolizadores que podrían cambiar las reglas del juego. Es como si toda la industria energética hubiera decidido, de repente, que el futuro tiene color verde.
Pero no todo es optimismo desbordante. Los críticos señalan la ineficiencia del proceso: se pierde mucha energía en la conversión de electricidad renovable a hidrógeno y luego de vuelta a electricidad. Además, la infraestructura necesaria – desde tuberías especializadas hasta estaciones de repostaje – requerirá inversiones colosales. El hidrógeno verde no será la bala de plata que resuelva todos nuestros problemas energéticos, pero sí podría ser la pieza que falta en el rompecabezas de la descarbonización.
En las comunidades locales, el debate es igual de intenso pero mucho más concreto. ¿Dónde se instalarán las plantas de producción? ¿Quién se beneficiará de los puestos de trabajo? ¿Cómo afectará al paisaje y a la economía local? Estas preguntas están siendo discutidas en ayuntamientos y asociaciones vecinales desde Andalucía hasta el País Vasco, donde proyectos concretos están pasando del papel a la realidad.
El aspecto más intrigante podría ser cómo el hidrógeno verde está redefiniendo lo que significa ser 'renovable'. Tradicionalmente, las energías limpias se asociaban a la generación eléctrica. Pero el hidrógeno abre la puerta a descarbonizar el transporte pesado, la industria química, incluso la calefacción de edificios. Estamos hablando de reinventar no solo cómo producimos energía, sino cómo la consumimos en prácticamente todos los aspectos de nuestra economía.
Mientras escribo estas líneas, en algún lugar de España un electrolizador está separando moléculas de agua usando solo electricidad de un parque eólico cercano. El hidrógeno resultante se almacenará en tanques especiales, listo para ser transportado a una fábrica que quiere reducir su huella de carbono. Este proceso, que parece sacado de un manual de química avanzada, está ocurriendo aquí y ahora. No en un futuro lejano, sino en el presente.
La verdadera revolución del hidrógeno verde no está en su color – que por cierto es solo una convención para distinguirlo de otras variedades – sino en su capacidad para conectar sectores que hasta ahora funcionaban de forma aislada. Por primera vez, el excedente de un parque solar en Extremadura podría ayudar a descarbonizar una acería en el País Vasco. O la energía eólica de Galicia podría alimentar camiones que recorren las carreteras de toda Europa. Estamos ante la posibilidad de crear un sistema energético verdaderamente integrado.
Como periodista que ha cubierto el sector energético durante años, he visto modas venir y ir. Pero lo que está ocurriendo con el hidrógeno verde tiene un sabor diferente. No es solo entusiasmo de tecnólogos o greenwashing corporativo. Hay demasiado dinero real invertido, demasiados proyectos concretos en marcha, demasiado interés geopolítico como para que sea una burbuja pasajera. El hidrógeno verde ha llegado para quedarse, y su historia apenas acaba de comenzar.
El hidrógeno verde: la revolución energética que nadie ve venir