En los últimos meses, el hidrógeno verde se ha convertido en el nuevo santo grial de la transición energética. Desde Bruselas hasta Madrid, los gobiernos anuncian inversiones millonarias y proyectos faraónicos que prometen descarbonizar industrias pesadas y transportes difíciles de electrificar. Pero detrás del entusiasmo oficial, una investigación en profundidad revela un panorama más complejo y lleno de matices que los comunicados de prensa prefieren omitir.
Lo primero que sorprende al rascar la superficie es la enorme brecha entre la producción actual y los objetivos anunciados. Según datos cruzados de la Agencia Internacional de la Energía y asociaciones del sector, Europa produce actualmente menos del 0,1% del hidrógeno verde que necesitaría para cumplir sus metas de 2030. La paradoja es evidente: hablamos de una revolución que aún no ha salido del laboratorio, pero ya tiene calendarios políticos y presupuestos aprobados. Los expertos consultados coinciden en un punto: estamos construyendo el tejado antes de los cimientos.
El verdadero cuello de botella, sin embargo, no está en la tecnología sino en la logística. Producir hidrógeno mediante electrólisis con energías renovables es técnicamente viable, pero transportarlo y almacenarlo sigue siendo un rompecabezas de ingeniería con piezas faltantes. Las tuberías existentes para gas natural no sirven -el hidrógeno es más volátil y corrosivo-, y licuarlo para transporte marítimo consume hasta un tercio de su energía contenida. Mientras los políticos muestran mapas con corredores de hidrógeno que cruzan continentes, los ingenieros buscan soluciones a problemas básicos de materiales y eficiencia.
Otro aspecto silenciado en los discursos oficiales es la competencia por los recursos renovables. Cada megavatio dedicado a producir hidrógeno verde es un megavatio que no alimenta la red eléctrica convencional. En regiones como el sur de España, donde los proyectos de hidrógeno se multiplican, ya surgen las primeras tensiones entre desarrolladores de parques solares para electrólisis y las necesidades de electrificación directa. No es una cuestión menor: estamos decidiendo, casi a ciegas, cómo asignar un recurso finito como es la capacidad renovable instalable.
La economía del hidrógeno verde presenta sus propias paradojas. Los análisis más conservadores indican que, incluso con caídas espectaculares en el coste de la electrólisis, difícilmente será competitivo frente al hidrógeno gris (producido con gas natural) antes de 2035. Y eso sin contar con que los precios del gas han vuelto a niveles pre-crisis. La pregunta incómoda que muchos evitan es: ¿quién pagará la diferencia durante más de una década? Los consumidores finales, a través de subsidios encubiertos en sus facturas, parecen ser la respuesta no declarada.
Pero quizás el desafío más profundo sea de gobernanza. El hidrógeno verde no es solo una molécula, es un ecosistema completo que requiere coordinación entre reguladores energéticos, autoridades de competencia, ministerios de industria y agencias ambientales. En la UE, mientras la Comisión impulsa la estrategia del hidrógeno, los estados miembros negocian discretamente excepciones y plazos distintos. Y en el fondo late una batalla geopolítica: países como España, con potencial renovable excepcional, podrían convertirse en exportadores, mientras Alemania y otros grandes consumidores buscan asegurar suministros a bajo coste.
Los casos concretos ilustran mejor que cualquier teoría estos desafíos. En Puertollano, la planta de hidrógeno verde de Iberdrola y Fertiberia -presentada como bandera de la transición- opera muy por debajo de su capacidad teórica, no por problemas técnicos sino por la falta de demanda firme a precios viables. En el puerto de Rotterdam, el proyecto para importar hidrógeno de Chile ha tenido que revisar sus plazos tres veces en dos años, enfrentándose a realidades de cadena de suministro que nadie había anticipado.
Lo que emerge de esta investigación no es un panorama desalentador, sino uno realista. El hidrógeno verde tiene potencial transformador, particularmente para sectores como la siderurgia, la aviación o el transporte marítimo donde las alternativas eléctricas directas son inviables. Pero su desarrollo requiere algo que hoy escasea: paciencia estratégica, transparencia sobre costes reales, y sobre todo, humildad tecnológica.
Los próximos dos años serán decisivos. No por los megavatios de electrolizadores que se instalen, sino por cómo se resuelvan cuestiones aparentemente menores: la estandarización de conectores, los protocolos de seguridad para almacenamiento, los mecanismos de certificación de origen. Mientras tanto, conviene mantener un sano escepticismo frente a anuncios grandilocuentes y recordar que en transiciones energéticas pasadas, desde la nuclear hasta el shale gas, el camino entre la promesa y la realidad siempre ha sido más largo y tortuoso de lo previsto.
El hidrógeno verde llegará, pero no en la escala ni al ritmo que los titulares sugieren. Y quizás esa sea la noticia más importante: entender que la descarbonización no es una carrera de sprints sino una maratón donde la planificación detallada vale más que los récords de velocidad. En este contexto, el mayor riesgo no es el fracaso tecnológico, sino crear expectativas imposibles de cumplir que, al defraudarse, generen desconfianza hacia toda la transición energética.
El hidrógeno verde: la gran apuesta energética que aún enfrenta obstáculos invisibles