Mientras España celebra récords de generación renovable, una guerra silenciosa se libra en los territorios. Los parques eólicos y solares que prometen un futuro limpio están desencadenando conflictos sociales que nadie quiere ver. Comunidades rurales se enfrentan a corporaciones energéticas, agricultores ven sus tierras convertidas en mercancía, y la transición verde muestra su coste humano.
En Extremadura, donde el sol brilla 300 días al año, los megaproyectos fotovoltaicos han dividido pueblos. "Nos prometieron desarrollo, pero solo vemos cables y vallas", explica María López, alcaldesa de un municipio de 800 habitantes. Mientras las estadísticas nacionales muestran cifras récord de instalación, los vecinos cuentan historias de promesas incumplidas y paisajes transformados para siempre.
La eólica no se queda atrás. En Galicia, los molinos de viento se han convertido en símbolos de división. Las comunidades montañosas, tradicionalmente aisladas, ahora reciben visitas de ejecutivos con maletines llenos de contratos. "Te ofrecen alquileres por 30 años, pero ¿qué queda después para nuestros hijos?", pregunta un ganadero de Ourense mientras señala hacia las cumbres donde pronto girarán aspas de 200 metros.
El verdadero tabú de la transición energética son los minerales críticos. Cada turbina eólica necesita toneladas de neodimio, cada panel solar requiere plata y silicio de alta pureza. España importa el 98% de estos materiales, principalmente de China y Congo, donde la extracción tiene costes ambientales y humanos devastadores. Nuestra independencia energética se construye sobre cadenas de suministro opacas y minas a miles de kilómetros.
La burbuja de los megavatios verdes ha creado un mercado especulativo sin precedentes. Fondos de inversión internacionales compran derechos de suelo por toda la península, a veces pagando 50 veces el valor agrícola. Los documentos de planificación territorial se han convertido en objetos de deseo para abogados especializados, mientras los ayuntamientos se ven superados por una normativa cambiante y presiones de todo tipo.
La paradoja es evidente: para salvar el planeta, estamos sacrificando territorios. Los estudios de impacto ambiental, requeridos por ley, a menudo se convierten en trámites burocráticos más que en herramientas de protección real. "He visto informes de 500 páginas que concluyen que no hay impacto significativo, cuando cualquier vecino puede ver que el paisaje cambiará para siempre", confiesa un biólogo que prefiere mantener el anonimato.
Las alternativas existen pero reciben menos atención. El autoconsumo compartido en comunidades de vecinos, la agrivoltaica que combina cultivos con paneles solares, o la repotenciación de parques eólicos antiguos en lugar de construir nuevos. Estas soluciones generan menos titulares pero podrían reducir los conflictos en un 70%, según estimaciones de colectivos ciudadanos.
Mientras tanto, la administración baila al ritmo de los plazos europeos. Los fondos Next Generation exigen proyectos ejecutados antes de 2026, creando una carrera contra reloj donde la participación ciudadana suele ser la primera víctima. "Nos dicen que es urgente, que no hay tiempo para consultas largas, pero ¿urgente para quién?", cuestiona un activista de Teruel que lleva dos años luchando contra un macroproyecto que afectará a 3.000 hectáreas.
El futuro que se vislumbra es preocupante: una España cubierta de infraestructuras verdes pero vacía de consenso social. Los mismos errores del desarrollismo de los años 60, ahora con paneles solares en lugar de polígonos industriales. La transición energética necesita no solo ingenieros y financieros, sino también sociólogos, mediadores y, sobre todo, capacidad para escuchar a quienes habitan el territorio.
La solución pasa por reinventar el modelo. En lugar de megaproyectos centralizados, miles de instalaciones medianas gestionadas localmente. En lugar de contratos leoninos con campesinos, cooperativas energéticas donde los beneficios revierten en la comunidad. El ejemplo de Dinamarca, donde el 80% de la eólica es propiedad ciudadana, demuestra que otro camino es posible.
Mientras escribo estas líneas, en algún pueblo de España alguien está firmando un contrato que cambiará su vida y su paisaje para siempre. La pregunta es: ¿estamos construyendo un futuro sostenible o simplemente cambiando unas dependencias por otras? La respuesta determinará no solo nuestro suministro energético, sino el tipo de sociedad que dejaremos a las próximas generaciones.
El lado oscuro de las renovables: conflictos territoriales y la batalla por los recursos críticos